Soñar detrás de los muros: Por qué la salud mental de lxs adolescentes infractores es una deuda política
Redacción Fululu
En el Centro de Adolescentes Infractores (CAI) de Esmeraldas, los muros no solo delimitan espacios: muchas veces, también marcan destinos prefabricados. Entre rejas, rutinas estrictas y miradas desconfiadas, el futuro suele parecer un callejón sin salida. Pero en estos días, algo distinto ocurrió entre esos muros: por unas horas, el espacio se llenó de música, dibujos y, sobre todo, de preguntas que rara vez se formulan en estos lugares. ¿Quién soy? ¿Qué quiero ser?
Comenzó con un simple baile. Un calentamiento para soltar el cuerpo, sí, pero también para soltar tensiones, miedos y esas máscaras que se aprenden a usar en contextos de encierro. En un lugar donde cada movimiento está controlado, reírse, moverse sin instrucciones y sentirse visto sin ser juzgado se convierte, aunque no lo parezca, en un pequeño acto de resistencia.
Detrás de cada adolescente del CAI hay una historia de fracturas: familias rotas, calles que criaron antes que la escuela, un Estado que solo aparece para castigar. El sistema suele reducirlos a un número de expediente, a un «caso» que resolver. Pero en estas sesiones —guiadas por psicólogas, un médico voluntario de la Fundación Lunita Lunera y guardias que por un día cambiaron la vigilancia por la escucha—, esos chicos pudieron trazar sus propias líneas de tiempo. Pasados dolorosos, sí, pero también presentes sostenidos por redes afectivas (un hermano, un hijo, un amigo) y futuros imaginados: «Quiero estudiar mecánica», «Ser buen padre», «Algún día tener mi propio negocio».
Aquí hay una verdad incómoda: cuando un adolescente infractor dice «quiero ser mejor», no está pidiendo clemencia, sino reclamando lo que la sociedad le debe. Porque detrás de cada chico en conflicto con la ley, hay un país que ya lo falló antes. Invertir en su salud mental no es caridad, sino justicia reparadora. No se trata de romantizar sus errores, sino de entender que el castigo sin oportunidades solo alimenta el ciclo de la violencia.
Al final, lo que ocurrió en el CAI de Esmeraldas no fue solo un taller. Fue un recordatorio de que incluso tras los muros más altos, hay sueños que no se resignan a morir. Y de que, si algo puede romper las cadenas de la reincidencia, no son los discursos de mano dura, sino la posibilidad concreta de creer en un futuro distinto.
La pregunta es: ¿estamos dispuestos a construir ese futuro con ellos?